Home Internacionales El músico venezolano Arturo Suárez-Trejo, preso en la cárcel de Bukele, vuelve a casa: “Nos dijeron que el mundo se había olvidado de nosotros”

El músico venezolano Arturo Suárez-Trejo, preso en la cárcel de Bukele, vuelve a casa: “Nos dijeron que el mundo se había olvidado de nosotros”

por Redacción web

El cantante relata las palizas que recibió, algunas por atreverse a cantar, durante los cuatro meses que estuvo preso en el Cecot. Le conmociona saber que el cantautor panameño Rubén Blades alzó la voz por él./CRISTIAN HERNANDEZ (AP)

CARLA GLORIA COLOMÉ/El Pais

Nueva York – 26 JUL 2025 – 11:00 CEST

El viernes 18 de julio el pastor Vladimir López —un recluso salvadoreño, cuarentón, bajito, del que no se sabe mucho más, pero sí que arrastra una condena de 85 años— se paró frente a los 252 venezolanos detenidos en el Centro del Confinamiento del Terrorismo (Cecot) de El Salvador y les dijo: “No pude estar el día de su llegada, pero gozosamente puedo estar el día de su salida”. Volvían a casa. Arturo Suárez-Trejo rompió a llorar y el pastor también. Fue quien todo este tiempo les leyó la Biblia incontables veces, los bendijo un sinnúmero de ocasiones, les ayudó a rebajar el tedio de una celda y les hizo creer que había libertad al interior de cada hombre. A Arturo lo libró de unas cuantas golpizas que habría de llevarse por el delito de cantar en una de las cárceles más temidas del mundo.

En el Cecot estaba prohibido cantar, lo que se convirtió en el castigo más avasallante para Arturo, músico, de 33 años, con el nombre artístico de SuarezVzla, que estaba grabando su tema TXTEO el día en que las autoridades del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) irrumpieron en una casa de Raleigh, Carolina del Norte, y cargaron con un grupo de 10 venezolanos, incluido Arturo.

En más de una ocasión, los oficiales del Cecot les fueron encima a Arturo por atreverse a entonar unas letras. Solo se lo permitían cuando el pastor López llegaba al Módulo 8 en las mañanas o las tardes, y lo buscaba a él para que lo acompañara con la alabanza. Hay una en particular que dice así: “Que nada mate tu fe, que nada te haga dudar, porque ya falta muy poco para que vuelvas a tu hogar”.

Arturo la escribió con un jabón en la superficie metálica de su litera, donde durmió por 125 días sin sábanas, almohadas o colchón, con la espalda pegada al latón y unos zapatos debajo de la nuca. En la celda 31 eran ocho, que llegaron a conocerse tanto, tan íntimamente, que dice Arturo que no solo se hicieron familia, sino que allí dentro perdieron el pudor.

Arturo Suárez, reguetonero originario de Venezuela deportado a El Salvador.

A veces Arturo hacía un poco de ejercicios, o se ponía a hablar con los compañeros de celda. Otras veces cantaba. Se había dicho a sí mismo que, a pesar de los golpes, no iba a dejar de hacerlo. Casi nunca podía dormir durante el día. “A los guardias les molestaba vernos durmiendo”, cuenta por teléfono ahora de vuelta en su casa en Caracas. “Yo me la pasaba cantando, y así me alegraba un poco la vida y se la alegraba al resto”. Apenas salieron de la celda de siete metros de largo por cuatro de ancho, ni siquiera a tomar el sol, excepto en dos ocasiones en que los visitaron representantes de la Cruz Roja, que pudieron ver sus cuerpos golpeados, amoratados y acribillados.

Mientras afuera del Cecot la gente se preguntaba qué era de los cientos de venezolanos enviados a la prisión salvadoreña tras el contrato de 6 millones de dólares firmado entre los presidentes Nayib Bukele y Donald Trump, los días pasaban lentos para ellos, que no tenían televisor, ni reloj que les marcara el tiempo. Se enteraban si era día o si era de noche por el sol que entraba a la cárcel, pero sabían poco o casi nada del mundo exterior, ni siquiera sospechaban que sus familiares se convirtieron en sus principales rescatistas, exigiendo a toda hora el regreso, o la confirmación de si estaban vivos o estaban muertos.

“Pero a nosotros los oficiales nos dijeron que el mundo se había olvidado de nosotros”, asegura Arturo.

Los guardias despertaban a los cientos de detenidos del Módulo 8 a las cuatro de la mañana, los hacían bañarse, les daban el desayuno (arroz, frijoles y tortillas), luego el almuerzo (pasta y tortilla) y después la cena (arroz, frijoles y tortillas). Con esas tortillas Arturo aprendió a hacer manualidades. Del Cecot logró sacar un corazón que talló a base de tortillas y pasta dental, y en el que se leen los nombres de Nathali y Nahiara, su esposa y su hija, a quienes extraña tanto y quienes permanecen en Chile, el país a donde Arturo se fue en 2018. Siempre buscando hacer música, siempre cantando.

El arresto

Así lo agarraron aquella noche que ahora parece tan lejana. Oficiales del ICE y del FBI irrumpieron el 8 de febrero sin una orden judicial en el lugar donde filmaba un videoclip. Arturo no sabía exactamente qué estaba pasando. Había llegado a Estados Unidos el 2 de septiembre del 2024 por el puerto fronterizo de San Ysidro, en California, a través de la aplicación CBP One, con la que entraron al país casi un millón de personas y que Trump desactivó en su primer día como presidente.

Suárez reacciona tras salir del vehículo que lo transportó a Caracas.

LEONARDO FERNANDEZ VILORIA (REUTERS)

“Estoy consciente de que no era un estatus legal, pero sí una entrada legal al país”, asegura Arturo, quien se ganó la vida pintando casas o cortando césped mientras vivió en Estados Unidos.

Esa noche en Raleigh, supo que algo raro estaba por venir, pero nunca que terminaría en una cárcel de máxima seguridad en El Salvador.

Primero lo llevaron a un sitio donde lo tuvieron incomunicado por cinco días. Luego a un centro de detención de Georgia y después al del Valle, Texas, donde el 15 de marzo Arturo abordó un avión que, hasta donde sabían, iba para Venezuela. Le dio tiempo a llamar a su esposa a Chile para decirle que finalmente lo iban a deportar. A esas alturas, ya era mejor estar en su país que en manos del ICE. Arturo incluso pidió la salida voluntaria, pero no le hicieron caso. Estaba siendo acusado, como el resto, de pertenecer a la banda criminal Tren de Aragua. La prueba de ello eran sus tatuajes.

“Nunca vi a un juez, ni a un abogado de migración, solo vi a un oficial del ICE al que le hice muchas preguntas hasta que lo agobié, y en un momento le dio un golpe a la mesa y me dijo: ‘Mira, te voy a hablar sin mentiras, ahorita lo que quieren es resultados’”, cuenta.

Los tres aviones donde distribuyeron a los 252 migrantes venezolanos —que partieron por encima de la orden de un juez de dar marcha atrás a la deportación que la Administración republicana llevó a cabo apelando a la Ley de Extranjeros Enemigos de 1798, tras considerarlos “enemigos del país”— primero llegaron a una base militar que, según Arturo, aún hoy no saben dónde quedaba, porque no los dejaban alzar las ventanillas de la aeronave.

Arturo Suárez tras su regreso a casa, en Venezuela.

LEONARDO FERNANDEZ VILORIA (REUTERS)

Luego, en unos 20 minutos, aterrizaron en su destino final:

“El peor destino que nos pudieron dar: El Salvador”, dice. “Cuando alzamos las ventanillas vimos un mar de militares, policías, y vimos la bandera. Ahí me imaginé que nos llevaban para el Cecot”.

Arturo no desconocía el país centroamericano. Incluso dice que admiraba a Bukele “por lo que estaba haciendo a nivel de seguridad”.

“Hasta por nacer me dieron golpes.”

En un inicio se negaron a bajar, pero a Arturo y al resto los obligaron a descender del avión esposados y a los golpes. “Un oficial me dijo unas palabras que me desconcertaron. Me dijo: ‘Aquí te vas a quedar 90 años’. Ahí perdí la esperanza, lo que hice fue acurrucarme y pedir a Dios que a la vida de mi hija y mi mujer llegara un hombre que las amara tanto como yo”.

Nunca pararon de darles golpes, “a puño limpio”, dice Arturo. Un oficial le propinó uno tan fuerte por el centro del rostro que rompió sus espejuelos, y Arturo, miope, tuvo que ver borroso todos esos meses, en que los dolores de cabeza provocados por su mala visión se convirtieron en insoportables episodios de migraña.

A su llegada al Cecot, les afeitaron el cabello, los desnudaron delante de todos y les engancharon el uniforme de reclusos. Eran los nuevos reos de la megacárcel de 116 hectáreas, con 256 celdas y capacidad para albergar a unos 40.000 prisioneros. Enseguida fueron instalados en el Módulo 8, “que se convirtió en nuestra casa por cuatro meses”, dice Arturo.

En ese tiempo hubo momentos de gran hartazgo, como aquel en que hicieron una huelga de hambre por tres días, o una huelga de sangre. Se cortaron con el latón de las camas y comenzaron a dejar marcas de sus manos en las paredes, o a escribir el grito de auxilio SOS, o frases al estilo: “Somos venezolanos, no terroristas”.

El último disturbio fue el peor. A gritos y forcejeos rompieron los candados de nueve celdas y los guardias salvadoreños los reprimieron a golpes.

“Ahí el régimen se puso cinco veces peor, nos pegaban por hablar, por bañarnos. Hasta por nacer me dieron golpes”, asegura Arturo.

Arturo, acompañado de su familia, en Venezuela, el 22 de julio.

CRISTIAN HERNANDEZ (AP)

Quince días antes de su salida de la cárcel, les midieron las tallas de ropa y zapatos.

“Dedujimos que era porque venía nuestra salida.”

El 17 de julio, les entregaron máquinas de afeitar Gillette. Al día siguiente, los levantaron temprano y les hicieron bañarse. Luego los condujeron a un autobús, y un oficial venezolano les dijo:

“¿Qué pasó, chamos?”

“Ahí empezamos a gritar de alegría, sabíamos que ya estábamos a nada de salir de ese infierno.”

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